En las calles de Katmandú, la furia de la «Generación Z» nepalí rememora el estallido de 2019 en Santiago de Chile, donde los jóvenes, hartos de desigualdades crónicas, tomaron las riendas de un cambio que los gobiernos no pudieron ignorar.
La crisis en Nepal, que estalló la semana pasada y culminó con la renuncia del primer ministro Khadga Prasad Sharma Oli, representa un punto de inflexión en la frágil democracia himalaya. Todo comenzó con una prohibición temporal de las principales plataformas de redes sociales —TikTok, Facebook e Instagram—, impuesta por el gobierno para combatir el «uso indebido» como la difusión de odio y delitos cibernéticos. Esta medida, justificada como un control regulatorio, aisló a familias dependientes de remesas enviadas por dos millones de trabajadores migrantes, exacerbando la vulnerabilidad económica de un país con un PIB per cápita de apenas 1.447 dólares anuales (según un informe del Banco Mundial 2024). Pero, si bien esta medida fue la gota que rebalsó el vaso, los manifestantes, autodenominados «Generación Z de Nepal», cargaban con años de frustraciones acumuladas.
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Los jóvenes, principalmente adolescentes y veinteañeros, lideraron las protestas desde el inicio, organizándose rápidamente a través de las mismas redes que el gobierno intentaba silenciar. En Katmandú y otras ciudades, tomaron las calles exigiendo no solo la revocación de la prohibición —que se levantó esa misma noche del lunes—, sino el fin de la corrupción endémica, el nepotismo y la escasez de oportunidades laborales.
La tasa de desempleo juvenil en Nepal, según el Banco Mundial, roza el 20%. El hartazgo juvenil se potenció con campañas virales en TikTok que expusieron el lujo de vida que ostentan los hijos de políticos, contrastando con la pobreza rural y la migración forzada. La ira escaló y la violencia deambuló por las calles el lunes 8 de septiembre, dejando un saldo de 19 muertos en choques con la policía, que usó cañones de agua, gases lacrimógenos y balas de goma para reprimir. Los manifestantes irrumpieron en el Parlamento, incendiaron oficinas gubernamentales y ambulancias, mientras el ejército se desplegaba bajo toque de queda. Oli dimitió horas después, alegando una «situación adversa» para facilitar un diálogo constitucional.
Este levantamiento, el más grave en décadas desde la abolición de la monarquía en 2008, subraya el rol de la juventud nepalí. En un país de 30 millones de habitantes, enclavado entre India y China, los jóvenes representan el 40% de la población y son los más afectados por la transición de monarquía absoluta a república federal. Frustrados por un sistema que prioriza élites políticas sobre reformas estructurales, usaron las redes para amplificar demandas de empleo digno, transparencia y derechos digitales. Organizaciones de derechos humanos criticaron la ley de registro de plataformas como un intento de censura, análogo a herramientas autoritarias en la región. La comunidad internacional solicita moderación y diálogo.
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La comparación con la crisis chilena de 2019 revela paralelismos inquietantes, pero también matices que iluminan contextos distintos. En Chile, el estallido social inició el 18 de octubre con estudiantes secundarios del emblemático Instituto Nacional evadiendo masivamente el pago del metro tras un alza de 30 pesos chilenos, organizada vía una cuenta de Instagram llamada «Cursed», con miles de seguidores juveniles. Lo que empezó como protesta contra el costo del transporte —que impactaba en familias de bajos ingresos— se expandió a un clamor por desigualdad estructural. Jóvenes universitarios y secundarios, junto a trabajadores y jubilados, demandaron educación gratuita y de calidad, pensiones dignas y fin al modelo neoliberal heredado de la dictadura de Augusto Pinochet.
Ambas crisis destacan el protagonismo de la juventud como vanguardia transformadora. En Nepal y Chile, los nativos digitales utilizaron redes sociales para activar la movilización, convirtiendo plataformas en herramientas de resistencia contra gobiernos percibidos como desconectados. Las similitudes son evidentes: detonantes aparentemente menores (prohibición digital y alza tarifaria) catalizaron agravios profundos como desempleo juvenil (20% en ambos países), corrupción y brechas socioeconómicas. En los dos casos, la frustración por nepotismo y élites —hijos de políticos nepalíes alardeando en TikTok, parlamentarios chilenos con sueldos exorbitantes— alimentó la rabia. La represión policial escaló la violencia: en Chile, según datos oficiales, produjo 15 muertos y 1.500 detenidos bajo estado de emergencia y militares en las calles; en Nepal, 19 fallecidos y cientos de heridos, con toque de queda y el ejército intentando disuadir a los manifestantes. Ambos estallidos sociales generaron parálisis urbana —metro quemado en Santiago, aeropuerto cerrado en Katmandú— y respuestas gubernamentales iniciales fallidas, culminando en concesiones: en Chile, el entonces presidente Sebastián Piñera decretó emergencia y prometió reformas; en Nepal, Oli revocó la prohibición y dimitió.
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Las erupciones juveniles analizadas parecen contener un patrón: en naciones emergentes, la juventud, marginada económicamente y empoderada digitalmente, desafía sistemas obsoletos. Nepal y Chile demuestran que ignorar sus voces no solo enciende mechas, sino que quema instituciones. La realidad revela que la paciencia de los jóvenes no es imperecedera.
(*) Iván Ambroggio – Analista internacional, consultor político y docente universitario.