miércoles, julio 9, 2025

Los insultos presidenciales no gozan de protección jurídica

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Jurídicamente, el Presidente cuenta con una mayoría de cartas perdedoras, en la ansiosa partida que viene jugando de agresión contra críticos, periodistas y opositores imaginados. Desde el punto de vista del derecho, él lleva todas las de perder, aunque políticamente encuentre la práctica de la violencia verbal redituable en el corto plazo, que es el plazo en el que ha elegido moverse. En lo que sigue, quisiera explicar por qué es que el derecho pide restringir y amonestar esos insultos y agravios (muchísimo más cuando esos ataques provienen de la cúspide del poder, y se dirigen a socavar la crítica política en un contexto democrático frágil, como el nuestro).

Ante todo, debe subrayarse que el mismo derecho contemporáneo que defiende la más amplia libertad de expresión (y que no es nada timorato) es el que considera a los insultos y agravios ajenos a la esfera del “discurso protegido”. Es decir, aunque nuestro orden jurídico tiene una evidente predilección por la libre expresión y la crítica política –a las que sobreprotege–, ese mismo derecho separa y margina a otros discursos, como el de las agresiones e insultos o, también, el de la publicidad engañosa, la difamación, las injurias o el discurso de odio.

En segundo lugar, conviene tener en cuenta que, para toda la vastísima doctrina que se ha ocupado del tema –pienso en reconocidos autores que van desde John Stuart Mill hasta Alexander Meiklejohn o Joel Feinberg–, la libre expresión encuentra siempre un límite claro: el “daño a terceros”. Así, cuanto más cercana y más fuerte es la conexión entre un cierto discurso y la producción de daños, entonces, menor es la protección que merece ese discurso. Por ejemplo, si (como en el caso Whitney) mi partido político abraza un discurso antidemocrático, pero “hay tiempo para exponer, a través de la discusión, las falsedades [de la posición criticada]… el remedio debe ser más discurso y no la imposición del silencio”. Por el contrario, si, desde una tribuna del Ku Klux Klan, señalo a un grupo de afroamericanos e incito a la violencia contra ellos, ese discurso no resulta amparado por el derecho. Ello, dada la fuerte conexión que existe entre aquel y la generación de daños. Estos son los extremos con que se piensa la libertad de expresión desde hace más de un siglo. Por ello, es decir, por el daño efectivo provocado por los insultos (i.e., “te atendieron, mandrila”), ellos se ubican en el espacio no protegido de la expresión.

Hablamos hasta aquí de contenidos discursivos que no están protegidos, pero es importante prestar atención también –y en tercer lugar– a la cuestión de quiénes emiten y reciben esos discursos. El problema toma un giro especial, y se agrava seriamente, cuando quienes agreden e insultan lo hacen desde la cúspide del poder –mucho más si esos agravios se dirigen a socavar la crítica política–. Ello así porque las principales autoridades públicas tienen, junto con los privilegios y prerrogativas de que gozan (la visibilidad y audiencia que alcanzan sus discursos por la posición que ocupan; la protecciones e inmunidades que les otorgan sus fueros), ciertas cargas y límites especiales, que ninguno de nosotros tiene. Por un lado, ellos –a diferencia de los ciudadanos “del llano”– deben estar abiertos a tolerar las más fuertes críticas –aun ciertos daños, como la ofensa a su honor–. Como sostuvo la Justicia en el célebre caso “The New York Times vs. Sullivan”, los ataques a los funcionarios pueden incluir “ataques vehementes, cáusticos y, en ocasiones, desagradablemente mordaces” que el derecho, con absoluta convicción, ampara. Por otro lado, y como ha sostenido insistentemente la Corte Interamericana, los funcionarios tienen “deberes especiales” que cumplir, como el de (cito) “no ejercer… formas de injerencia directa o indirecta o presión lesiva en los derechos de quienes pretenden contribuir a la deliberación pública”, particularmente en situaciones de “conflictividad social o polarización social o política” (“Ríos vs. Venezuela”).

En línea con lo anterior –y aquí algo todavía más relevante–, la posición especial de poder con que cuentan los funcionarios que ocupan los rangos más altos abre el grave riesgo de que ellos generen, a través de sus insultos y agresiones verbales, impermisibles escenarios de censura indirecta: personas que ya no quieren hablar o criticar a ciertas políticas o agentes del oficialismo por temor a recibir represalias desde el gobierno. Y es que, cuando un alto funcionario ataca, desde su atril, a un crítico (ya sea a un jubilado “amarrete”, ya sea a un periodista), las chances de que esa persona se sienta amedrentada y opte por callarse o no seguir criticando son demasiado altas. Muchísimo más cuando la historia o la práctica habitual sugieren que, por inercias, obsecuencias o aun por la presión del Ejecutivo, esas agresiones van a ser previsiblemente seguidas por repentinas investigaciones impositivas, retiro de avisadores (en el caso del periodismo), intervenciones (telefónicas o de otro tipo) por parte de los servicios de inteligencia, etc. De allí que la Corte Interamericana condene enfáticamente “los actos directos o indirectos que constituyan restricciones indebidas a la libertad de expresión de los medios de comunicación o sus periodistas” (“Baraona Bray vs. Chile”).

Por lo visto hasta aquí, para un presidente que ha tomado como lema personal “no odiamos suficientemente a los periodistas”, la situación se presenta, jurídicamente, muy seria: sus insultos constituyen discurso no protegido, que –por el lugar de poder desde el que se los emite– genera amedrentamiento y censura indirecta. Para colmo, esos embates presidenciales vienen acompañados hoy por una campaña destinada abiertamente a sancionar (acallar/“domar”/“someter”), por medios formales e informales, a aquellos a los que el Ejecutivo considera críticos hacia su figura. Peor aún, en estos días el Presidente ha reforzado esos ataques con el hostigamiento judicial a sus opositores, una práctica, como vimos, repudiada y condenada por los tribunales internacionales.

Vimos algo sobre los contenidos no protegidos de ciertos discursos (los insultos) y también tomamos nota del modo en que se agrava la cuestión cuando quien emite esos agravios es un alto funcionario ejecutivo. En este punto, quisiera agregar algo sobre la línea argumental que me resulta más atractiva e importante en la materia, que es la que tiene que ver con la democracia. La democracia –un sistema hoy bajo ataque en todo el mundo y que por lo tanto requiere de una atención y cuidados especiales– sufre y se debilita cuando ciertas voces deben optar por callarse o retirarse del foro público por temor a ser reprimidas o, de algún otro modo, perseguidas desde el poder. “El debate público robusto” con el que se asocia e interpreta legalmente la libertad de expresión, desde el caso The New York Times, resulta socavado por la aparición de lo que Owen Fiss denomina “discursos que silencian”. Es decir, contra lo que algunos pueden pensar, no toda expresión “suma” al debate público: algunas, por el contrario, “restan”. Por ello es que se pide la regulación del uso del dinero en las campañas políticas; por ello es que se exigen equidad y controles estrictos sobre la distribución de publicidad oficial (ya sea vía pautas publicitarias del gobierno, ya sea vía empresas estatales, como YPF), y por ello es que deben limitarse las agresiones promovidas desde las oficinas administradas por el gobierno (la “lluvia” de ataques promocionada por las “usinas” del poder y su “ejército de trolls”): una maquinaria que pone en marcha el gobierno destinada a “producir” silenciamiento.

Me interesó, hasta aquí, revisar algunos de los múltiples argumentos disponibles para exigir la restricción y amonestación de las agresiones e insultos presidenciales. Termino ahora, sin embargo, con lo que podría haber comenzado para acabar rápidamente con esta discusión: las citas de autoridad, que nos refieren a la más bien unánime jurisprudencia existente sobre la materia, en todo el mundo. En efecto, urbi et orbi, se acepta que el ejercicio de las máximas responsabilidades de gobierno conlleva deberes y cargas especiales, y también que las autoridades pueden ser sancionadas (aun durante el ejercicio de su función) en razón de sus discursos ofensivos. Lo sostuvo así el Tribunal Europeo (en casos vinculados, por ejemplo, con Turquía o Hungría, como Féret); lo mantuvo, según vimos, la CIDH (i.e. “Ríos vs. Venezuela”), y lo han sostenido repetidamente los tribunales latinoamericanos, para proteger a periodistas y políticos contra ataques provenientes de la misma presidencia de la nación. En México, la Justicia respaldó al periodista Riva Palacio contra el presidente López Obrador, quien en sus “mañaneras” lo acusaba de “mentiroso”; en Colombia, la Justicia admitió una tutela contra el presidente Uribe, en razón de sus discursos injuriosos; en Brasil, la Justicia obligó al entonces presidente Bolsonaro a indemnizar a una periodista de Folha de Sao Paulo por sus descalificaciones machistas. La cuestión también resulta clara en la jurisprudencia de nuestro país, en donde la misma Corte (para desventura del oficialismo) ha considerado que, por un lado, calificativos como “nazi”, pronunciados contra un funcionario público, se encuentran protegidos (caso “Quantín”), mientras que, por otro lado, no lo están las agresiones pronunciadas desde el poder. El máximo tribunal ha insistido, una y otra vez, en que “no hay un derecho al insulto, a la vejación gratuita e injustificada” (casos “Amarilla”, “Quantín”, “Irigoyen”, “Pando de Mercado”). Habrá que insistir, entonces, con la Corte: no son tiempos, los nuestros, para aceptar livianamente las bravuconadas de quienes juegan a ser bandoleros

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